A lo largo de los últimos años, por motivos profesionales, me he visto obligada a leer unos cuantos libros juveniles que, en su mayor parte, repelerían a cualquier lector más allá de los quince años (no voy a caer en eso de que se trata a niños y adolescentes como si fueran tontos, que a mí también me pareció fascinante en su momento Fray Perico y su borrico)
[Digresión] Por si alguien no lo sabe, la razón por la que desde los colegios se manda leer lo que se manda leer en lugar de un buen Julio Verne es que, generalmente, existen acuerdos con editoriales y, seamos justos, a ellos les gusta mucho Todos los detectives se llaman Flanagan. [/Digresión]
Afortunadamente hay una barrera, que yo fijaría más o menos a los quince años, en la que cualquier ser de la tierra te tiraría a la cara las aventuras del detective Flanagan que tanta gracia le hicieron tan solo un año antes y el mundo de los libros se hace mucho interesante y, sobre todo, mucho más oscuro y aparecen novelas en las que la etiqueta juvenil se basa fundamentalmente en que el protagonista tiene esa edad y no es un drama espeluznante (o no es sólo un drama espeluznante) Entre ellos se encuentra la trilogía de Los juegos del hambre de Suzanne Collins que, como buena trilogía, está construida de tal manera que en el primero tenemos una historia que bien podría haber quedado cerrada pero que, si decidimos avanzar al segundo, nos encontramos con que, si no queremos quedarnos a medias, por narices hemos de leer el tercero... y como buena trilogía el primero es mucho más potente, quizá por el efecto sorpresa, que los otros dos... juntos.
En un mundo post apocalíptico, un país (¿único?) llamado Panem (que corresponde a lo que hoy sería una parte de Estados Unidos) tiene una sociedad profundamente injusta en la que doce distritos mantienen, a fuerza de miseria y hambre, a un decimotercero a todo lujo y derroche que recibe el nombre de Capitolio. En un tiempo anterior a los sucesos narrados en la trilogía, los doce distritos (que entonces eran trece) se rebelaron y, como buen drama, fueron aplastados por el poderoso Capitolio que los condenó, además de a todas las arbitrariedades imaginables, a mandar a dos de sus jóvenes de entre doce y dieciocho años (un chico y una chica) a un juego macabro en el que, como tributos, tienen que matarse entre sí hasta que solo quede uno; la elección de los dos tributos se hace por sorteo pero, para sumar aún más infamia, los nombres de los más pobres aparecerán más de una vez ya que, al introducir más veces su nombre en el sorteo, pueden conseguir así algo de comida para sus familias; la única manera de escapar de los macabros juegos del hambre (nombre elegido a propósito para que la humillación sea más palpable) es que alguien se ofrezca voluntario para sustituir al que ha tenido la mala suerte de ser elegido y ¿quién demonios se puede ofrecer a matar o ser matado para diversión de quien te exprime?
A partir de aquí todo es espectáculo, y la autora no se corta un pelo a la hora de explicitar detalles macabros, en el que vemos cómo los tributos son preparados para ser más vistosos (como si la sangre no fuera suficiente) sabiendo, en todo momento, que no pueden negarse pues cuanto más vistosos sean más posibilidades tendrán de que sus patrocinadores (sí, como en la Formula1) les den algún tipo de ayuda durante el juego. No puedo hablar del segundo y tercero sin desvelar la trama así que sólo diré: atención a los giros que da la historia tras los juegos, impensables en nuestra mente de ciudadanos pero verosímiles en el universo de Panem.
En definitiva podríamos comparar Los juegos del hambre, En llamas y Sinsajo con otras novelas distópicas para adultos (salvando las distancias que tampoco hay que exagerar, no sea que Orwell y Huxley nos maldigan con razón) construidas para que, leyendo el horror descrito por Collins página tras página de la vida en un estado totalitario y cruel, los jóvenes de hoy se den cuenta de que el programa Gran Hermano es más degradante para el que lo ve que para el que lo vive y, en una lectura más profunda pero sin hacer demasiados esfuerzos, también se den cuenta de que la libertad, discutida y discutible, de la que hoy disfrutamos es algo que hay que luchar cada día porque cuando falta el pan, el circo más que animar, destruye.
No he visto la película todavía y me cuesta pensar cómo se ha llevado a imágenes (sobre todo porque es paradógico que parte de la denuncia de los libros tenga que ver con que de todo hagamos un espectáculo) por lo que lo único que puedo decir al respecto es que si bien Jennifer Lawrence es una estupendísima actriz (en Winters bone queda meridiano que hay futuro en el cine) no la veo en el papel por una razón muy simple, es una preciosidad, como lo es Katniss, pero está lejos de parecer una adolescente que ha de cazar para no morir de hambre.
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