Las intermitencias de la muerte

De Saramago me gusta todo lo que he leído y, aunque no he leído todo lo que ha escrito (sonará estúpido, pero cuando terminé de leer a Benedetti me sentí huérfana -y eso que los últimos... en fin- así que he decidido dosificarme) he leído suficientes libros suyos como para afirmar de manera rotunda que su fama, el Nobel y todos los elogios que reciba son absolutamente merecidos.

Los libros de Saramago más interesantes -desde mi punto de vista- parten de un what if y, en el caso de Las intermitencias de la muerte, nos encontramos con que en ese país que Saramago nunca cita la gente, simplemente, ha dejado de morirse, pero no para seguir viviendo sanos y felices sino para pasar a un estado de suspenso de la vida.

Según todas las religiones del libro nos morimos porque aquellos padres primigenios que no tenían ombligo desobedecieron una orden bien sencilla (por cierto, estoy pensando seriamente en la posibilidad de reseñar la Biblia, un libro que todo el mundo, creyente o no, debería leer) y fueron expulsados del paraíso por lo que, en principio, que la muerte haya dejado de existir en un lugar pequeño de la tierra es positivo -como una especie de reconciliación-, tan positivo que dan ganas de hacer las maletas para mudarse allí y vivir para siempre... pero no todo es tan sencillo.

Saramago nos plantea que la muerte ha dejado de existir (aunque sólo en un lugar) y a lo largo del libro vamos viendo cómo las funerarias empiezan a quebrar, junto con las aseguradoras, observamos cómo las piezas de la pacífica vida que conocemos empieza a caer, una tras otra, como fichas de dominó... Los parientes que -felizmente- habían dejado de morirse empiezan a convertirse en una carga, los hospitales están llenos y, como la muerte sólo ha desaparecido en un lugar, vemos cómo los familiares empiezan a cruzar la frontera con sus vivos, para cabreo del país vecino y la consiguiente prohibición, surgen negocios ilegales al respecto y un largo etcétera que sólo podía pergeñar un genio de la talla de Saramago.

El libro es una delicia de principio a fin (aunque conozco a una fan absoluta de Saramago que lo detesta, no puedo entender por qué, aunque hable -a su manera- de la muerte, a mí me parece el más divertido de sus libros) escrito con el peculiar estilo de Saramago, con sus largas frases, con sus párrafos kilométricos que te obligan a contener el aliento y no te dejar respirar hasta que los terminas. La magia de este autor es que siempre parte de una premisa que parece sencilla (aunque jamás lo es) y que tiene que ver con que el hombre pierde algo, sólo una cosa, y aprende a seguir viviendo en la ausencia... ¡ay! la capacidad de adaptación es infinita, digan lo que digan.

Lo curioso es que he hablado mucho de este autor con mucha gente y, al contrario que mis contertulios, a mí me parece optimista en sus planteamientos; cierto es que en sus libros todo se descontrola, pero de ellos emerge también una fuerza vital para la adaptación al mayor de los desastres e, incluso en los que más desasoiego producen (de los que llevo el mejor y más espeluznante fue, sin duda, El ensayo sobre la ceguera, quizá porque fue el primero) hay algún personaje, aunque sólo sea uno, que nos devuelve la fe en nuestra especie imperfecta, egoísta y absurda.


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