En los años sesenta, en la Universidad de Yale, se hizo un experimento sobre la obediencia. El experimento era sencillo: se trataba de ver hasta dónde es capaz de cumplir órdenes el ser humano. Para evitar condicionarlos (falsearía los resultados) se les decía que el experimento trataba sobre la memoria.
Los sujetos se ponían por parejas al azar, uno de ellos aprendía una relación de palabras agrupadas de dos en dos y el otro era responsable de decir una palabra y cuatro posibles respuestas; si el sujeto acertaba, se pasaba a la siguiente pregunta; si fallaba, el que hacía las preguntas debía castigarlo aplicándole una descarga eléctrica y, cuanto más fallaba, mayor era la descarga... Como es de suponer nadie recibía una descarga ya que el castigado forma parte del equipo (recordatorio: el experimento tiene que ver con la obediencia, no con la memoria) Otro elemento importante es que los dos sujetos se han visto al comenzar pero durante el desarrollo sólo tienen contacto durante la pregunta, es decir, el que está preguntando sólo oye al otro mientras responde... y llega un momento en el que no responde y sólo grita de dolor.
Los resultados fueron atroces. En principio las descargas son pequeñas pero, a medida que van aumentando, se pasa de la risa a la súplica para que pare e incluso llega un momento en el que el falso desmemoriado se niega a responder por lo que el otro sabe que llegará hasta el final en sus castigos. La gracia del asunto es que en cualquier momento el que aplica el castigo puede dejar de hacerlo, la única coacción que recibe es un "sigue, son las normas" y otras frases similares (siempre las mismas) y hay dos momentos clave para abandonar; el primero cuando el que está siendo castigado le pide que pare y el segundo cuando se niega a contestar... En los sesenta el 65% de los que participaron llegaron hasta el final.
En 2009 pensaban que seríamos más libres (ergo menos obedientes a la hora de hacer el bestia), creían que en televisión los que debían castigar lo harían mucho menos (porque sería castigar en público)... nada más lejos de la realidad, el porcentaje de los que llegan hasta el final aumenta ante un público que jalea, hacen trampas (es decir, se creen lo que está pasando aunque lo nieguen cuando se descubre el pastel) y, dado que les han contado que es un piloto y por lo tanto no hay premio en metálico sino una cantidad pactada de antemano, la excusa para el que llegó hasta el final es que es terriblemente humano, terriblemente masa, terriblemente obediente.
Las reflexiones a las que lleva el documental son muchas, pero la única que de veras nos salva es que cuando desaparece el que da las órdenes (en 2009 la falsa presentadora de televisión) los porcentajes de llegar/no llegar hasta el final prácticamente se invierten o, lo que es lo mismo, no somos sádicos, por naturaleza, sino obedientes hasta el absurdo... porque, a veces, lo realmente difícil es rebelarse.
Las reflexiones a las que lleva el documental son muchas, pero la única que de veras nos salva es que cuando desaparece el que da las órdenes (en 2009 la falsa presentadora de televisión) los porcentajes de llegar/no llegar hasta el final prácticamente se invierten o, lo que es lo mismo, no somos sádicos, por naturaleza, sino obedientes hasta el absurdo... porque, a veces, lo realmente difícil es rebelarse.
Sé sincero ¿hasta dónde hubieras llegado tú? Como anécdota diré que estoy segura de que dos de mis amigas se plantarían en cuanto el castigado lo pidiera -ellas dicen no estar tan seguras- mientras que la única persona que conozco que está absolutamente seguro de que se plantaría, me juego el cuello -y no lo pierdo- a que iría hasta el final... e incluso se ofrecería a darle un par de bofetadas cuando se le acabaran las palancas.
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