Todo lo que era sólido

Hace unos años, en un primero de bachillerato, le solté a los alumnos una chapa tremenda sobre lo importante que era luchar cada día por la libertad... y los mandé al cine a ver Persépolis, una película que narra el descenso a los infiernos desde lo verdaderamente horrible que era el Irán del Sha hasta lo peor de lo malo de lo horrible del infierno en que lo convirtió la revolución islamista de Jomeini; porque encima no se trata sólo de perder la libertad que tenemos, por ejemplo, en nuestra Europa esencialmente socialdemócrata (aunque cada vez menos) sino que todo, por mal que esté, es susceptible de empeorar.
Pero mis alumnos son adolescentes que viven en el mundo de la piruleta, tienen cierto derecho a la inconsciencia. 

Hace una semana me echaron del feminismo porque entendí una noticia a la primera, pero, mejor aún, también echaron (o directamente no aceptan) a Ayaan Hirsi porque consideran que una somalí musulmana en origen, pero atea por convicción, no puede criticar el islamismo radical... será que no sabe de lo que habla a pesar de que su abuela le practicó la ablación a espaldas de su padre (que se negaba) que la mandaron a Canadá a casarse (y huyó a mitad de viaje) y que dedica su vida, precisamente, a alertar de los peligros del islamismo radical al que con nuestros ojos de condescendencia europea miramos con algo que sólo puede ser calificado como paternalismo... y eso por no mencionar cuando me enteré de que la estupidez sangrante de lo de los burkas occidentales no es original de una articulista de Normajean, sino que tiene unos años...
Pero mi expulsión del feminismo era una discusión por twitter con alguien que ya sabía, desde la mismidad de su nick, que no entraría dentro del feminismo sino del perdido überfeminismo occidental (lean a Dawkins, por favor), y, sobre todo, sabía que es una cretina y por ello ¿tiene cierto derecho a la inconsciencia?

El problema, y ahora sí vamos con Todo lo que era sólido de Antonio Muñoz Molina, es cuando esa nula defensa de la libertad (porque libertad es mucho más que no vivir en un régimen dictatorial) o ese entretenerse en discusiones absurdas se ha hecho patrimonio de todos, desde la clase política hasta el último de los ciudadanos porque pensamos (espero que sólo en pretérito perfecto simple) que todo era sólido, que éramos ricos y que nuestra democracia era inamovible... porque nos la estamos jugando.

Todo lo que era sólido es un análisis demoledor del país que nos ha tocado habitar en estos tiempos de crisis, un país en el que se ha despilfarrado de una manera salvaje desde todas las instituciones mientras la ciudadanía aplaudía con tanta saña a los propios como criticaba a los ajenos; donde lo importante era sumarse a la orgía de derroche y no ver que el rey va desnudo ya que, como dice con insistencia Muñoz Molina, en este país lo peor que se puede ser es una aguafiestas. Un país que se hizo pedazos y dejó de ser un país para convertirse en 17 reinos independientes que construían sus aeropuertos, sus lenguas y hasta inventaba su propia prehistoria y donde el nacionalismo, siempre mitológico:
Primero se hizo compatible ser de izquierdas y ser nacionalista. Después se hizo obligatorio
Y todo ello escrito por un hombre sabio y viajado que dice:
No tengo nada contra el nacionalismo, igual que no tengo nada contra la religión, o contra el creacionismo. Allá cada cual con sus creencias. Tan sólo prefiero que las leyes me protejan para que los partidarios de cada una de ellas no tenga la potestad de imponérmelas.
Según Todo lo que era sólido estamos como estamos porque en lugar de usar el dinero que sí hubo para mejorar el país de verdad, a largo plazo, lo hicimos todo al revés, hasta el punto de que:
Cuanto más ricos parecía que éramos, mas irreconciliables se volvían las diferencias políticas, con mayor saña se agredía y se descalificaba al adversario, y por lo tanto enemigo.
Y dejamos de valorar lo esencial, lo que de verdad valía la pena fue tan descuidado que ahora, que ya no queda nada del espejismo, hemos de recortar de lo más importante para ver si así conseguimos, al menos, sobrevivir.

El repaso de Todo lo que era sólido está lleno de la sensatez que da el haber pensado mucho al respecto, de haberse espantado no ahora, cuando se ve que no era sólido, sino antes, cuanto íbamos poniendo los explosivos en los muros de carga. Antonio Muñoz Molina, por lo que cuenta en este ensayo, era el auténtico aguafiestas, la distancia le permitía ver que algunas cosas no cuadraban del todo, que no podía ser que la crisis hubiera explotado y aquí nada cambiara, que ahora parezca que no hemos aprendido apenas nada.

Pero, cuidado, Todo lo que era sólido, no es un libro que no abra una puerta a la esperanza, en algún momento hicimos las cosas bien (aunque haya quien se empeñe -curiosamente desde la izquierda que se proclama auténtica izquierda en imitación a La vida de Brian- en negarlo) y fuimos, o fueron nuestros padres y abuelos, gentes que se esforzaron día a día y valoraron lo que iban consiguiendo en lugar de comportarse como nuevos ricos enloquecidos.

La conclusión del libro, absolutamente recomendable, prácticamente imprescindible no tanto para aprender sino para reflexionar en profundidad, sin dogmatismos, es que nos falta cultura democrática, nos perdimos la ilustración, nos perdimos la modernidad ¿Qué más cosas vamos a perdernos?
En treinta y tantos años de democracia y después de casi cuarenta de dictadura no se ha hecho ninguna pedagogía democrática.
Nada era sólido, y no hay nada menos sólido que el abismo de futuro que se nos abre... Sólo espero que dentro de 100 años un estudiante del futuro no lea este libro y lo encuentre de rabiosa actualidad... 

Quemar la noche

En el siglo XVI, Teresa de Cepeda y Ahumada, más conocida como Santa Teresa de Jesús, fue animada por su confesor para que contara la vida ejemplar que había llevado, para gran disgusto de los estudiantes de 3º de ESO. Pues bien, Liz Murray hace algo similar, con una diferencia, su vida no es en absoluto ejemplar, pero sí lo es, y con nota, su esfuerzo para alejarse de lo que el destino le tenía reservado.

Quemar la noche es la historia autobiográfica de alguien que el día de su nacimiento hizo su primer test por drogas -y dio positivo-, que vivió en la calle, que dejó el colegio, que vio cómo sus padres se destruyeron siempre y que, teniéndolo todo en contra, acabó licenciándose en Harvard. 

Es un libro interesante de una mujer admirable (cómo no admirar a quien, con tal de ponerse al día, hacía los deberes en el rellano de un edificio donde posteriormente dormía) donde encontramos lo esperable en la hija de unos adictos (coca inyectada y alcohol) que viven de los servicios sociales (la madre de Liz tiene una pensión de los servicios sociales porque apenas ve); encontramos hambre, toneladas de responsabilidad infantil frente al desbarajuste de los dos adultos; pero, curiosamente, también vemos que ha pasado el tiempo y que Liz no sólo ha perdonado a sus padres (leyendo el libro, por la forma de expresarse, se deduce que hay bastante terapia detrás) sino que los quiere profundamente, que siempre los quiso profundamente.

Sin que sea un libro para tirar cohetes (insisto, es interesante pero está lejos de ser fascinante) lo que me anima a recomendarlo es que Quemar la noche cuenta una historia espeluznante (por muy feliz que sea el final, por mucho que lo sepamos desde la portada, la historia es espeluznante) pero tremendamente luminosa; la autora, que no olvidemos que cuenta su propia vida, nos hace fácil la lectura a base de ocultar detalles escabrosos, sólo sabremos de lo indescriptible cuando es absolutamente necesario para avanzar en "la trama" (ya se sabe que la literatura, al contrario que la realidad, ha de ser verosímil, y Quemar la noche no es ficción literaria) y, por contra, Murray se regodeará en los claros que hay en su vida; lo buenos que fueron sus amigos cuando no tenía dónde vivir, lo motivadores que fueron sus profesores cuando decidió volver al sistema educativo que la llevó a Harvard, la cantidad de gente que la ayudó en cuanto su historia salió en el NYTimes y, en un momento en el que pareciera que para conmover o para transgredir hay que regodearse en lo desagradable, se agradece una visión optimista de que, aunque es terriblemente difícil, si se es persistente de verdad, si se tiene cariño alrededor, si no se tira la toalla, se puede vencer al destino, vaya si se agradece.

Hay un detalle, además, que me ha gustado especialmente en Quemar la noche; Murray quiere escribir un libro inspirador, y lo hace, pero cuanto más avanzaba en su vida, más patente estaba la idea de que su padre no paraba de leer entre pico y pico, que la droga se lo comió todo, salvo su amor por la lectura (y por sus hijas, salvo que tuviera que elegir entre darles de comer y picarse, que entonces ganaba el pico) y esa pasión se la transmitió a sus hijas sólo a base de que lo vieran leer y tuvieran libros alrededor. La literatura como refugio ante la adversidad y como cimiento es una buena idea, porque es terriblemente sencilla, si los niños ven a sus padres leer y tienen libros para ellos, leerán.

Como es costumbre puedes seguir -y participar- el debate sobre el libro aquí, en el Club de lectores 2.0, y leer el resto de reseñas también en sus respectivos blogs, es decir, el de Bichejo, DesgraciaítoCarmen y el nuevo y rutilante fichaje, Mirichán.