El héroe discreto

El libro elegido este mes para este nuestro club de tortura lectura ha sido El héroe discreto del Nobel Mario Vargas Llosa y, creo, a todos nos ha parecido sino excelente al menos sí interesante.

Mi relación con Vargas Llosa ha sido un proceso de lento pero profundo enamoramiento que, aunque ni se me había ocurrido que pudiera ser, hizo que celebrara la concesión del Nobel como si me lo hubieran dado a mí; siempre me ha gustado como escritor (La tía Julia y el escribidor es uno de los libros que más me ha gustado en la vida) pero hubo un tiempo en el que detestaba profundamente su figura, ya se sabe, una era joven y un tanto cretina, García Márquez era el majete oficial (y lo era, mi opinión no se ha movido nada) y a Vargas Llosa había que detestarlo... hace tiempo, al ver como tenía razón, qué demonios razón, se quedaba corto en todo lo que dijo sobre Fujimori, me di cuenta de que lo que tenía hacia él eran sencillamente prejuicios y empecé a escuchar lo que decía, en lugar de presuponer lo que decía... y vi que discrepo en muchas, muchísimas, cosas, pero en las que coincido, coincido plenamente y es un hombre lúcido incluso en las discrepancias, porque en el fondo lo que cuenta es lo esencial y en lo esencial Mario Vargas Llosa es un tío estupendo (su hijo no tanto, así que cuando les parezca que dice algo fuera de lugar, háganme un favor y comprueben si ha sido Mario o Álvaro) y muy sensato, insisto, incluso en las discrepancias. Y si no les cae bien, qué demonios, léanlo igual, no sean bobos, no se pierdan nunca a un gran autor por discrepancias políticas, no conviertan su mundo lector en un sitio tan pequeño y miserable, que si ha habido cretinos de marca mayor en la historia de la literatura han sido, sin duda, Quevedo (más malo que la peste) y Góngora (un amargado) y ahí están merecidamente en el Olimpo literario junto a Cervantes, que era más más majo que las pesetas.

En El héroe discreto nos encontramos algo que a don Mario le encanta: las historias que transcurren en paralelo y, al menos aparentemente, no tienen relación. Por un lado nos encontramos con Felícito Yanaqué, un humilde señor de la tierra, cholo, dueño de una humilde empresa de transportes que ha construido a base de trabajo duro y, por otro, a don Rigoberto, un señor de clase más bien alta (piensen, estamos en Perú, eso significa una diferencia notable entre los dos), de vida acomodada cuyo jefe le hace una curiosa petición. Ambos personajes tienen una vida sin sobresaltos, normal, son medianamente felices a su modo -Felícito con su amante, don Rigoberto con su mujer y su hijo- hasta que la vida decide jugarles una mala pasada; a Felícito lo amenazan si no paga por protección, a lo que se niega, de pura honradez, a Rigoberto su jefe le pide que sea su testigo de boda en un matrimonio profundamente desigual -él nonagenario con dos buitres por hijos, ella su sirvienta cuarenta años más joven- y, a pesar de que sabe que tendrá que enfrentarse al mundo por ello, acepta, por pura amistad... y así comienza todo, a Felícito le queman el negocio, pero sigue negándose a pagar; a Rigoberto le persiguen los hijos del jefe y la maledicencia de la gente... y aún así, ese héroe discreto resiste, se enfrenta a la adversidad sin hacer grandes gestos heroicos.

Se trata de una novela amable, llena de momentos tiernos (y algunos eróticos) donde vemos dos clases sociales una frente a la otra (los capítulos de uno y otro se alternan) pero que no se enfrentan porque, simplemente, no se relacionan, es como si vivieran en dos mundos distintos, aunque, sin saberlo, viven en el mismo; percibimos las dificultades de uno y de otro, observamos, divertidos, como en América pareciera que los más humildes tienen más estirpe que los más acaudalados (justo al revés que en Europa) vemos sus gustos, sus costumbres, sus preocupaciones, sus vidas y es que Vargas Llosa nos lleva de la mano y nos enseña todo con una prosa colorista y, al contrario de lo que dirán mis compañeros del club, dotada de sensualidad gracias a la abundancia de americanismos que nos asaltan en cuanto nos descuidamos. A mí no se me ha hecho nada pesada a pesar de que, si me sincero conmigo misma, no es que pasen muchísimas cosas, y desde luego no es que todas sean agradables... aunque si sobreviví al desagrado que me produjo La fiesta del chivo, puedo con todo.
Mira que si resulta que el diablo existe, que es peruano y se llama Edilberto Torres
(esta frase me hizo llorar de risa, igual que a los personajes) 

Pueden leer las otras reseñas, además de en el propio Club de lectores, en los lugares habituales: Bichejo, Newland (¡aprovechen para felicitarlo, que es atlético!), Carmen (¡aprovechen para felicitarla, que es madridista!) y Nanananalíder.

El mes que viene nos lanzamos con Zweig, y ha habido cambios en el calendario, iremos informando.